Hay
una mujer que tiene algo de Dios por la
inmensidad de su amor y mucho de ángel
por la incansable solicitud de sus
cuidados. Una mujer que, siendo joven,
tiene la reflexión de una anciana y, en
la vejez, trabaja con el vigor de la
juventud. Una mujer que, si es ignorante,
descubre los secretos de la vida con más
acierto que un sabio y, si es instruida,
se acomoda a la simplicidad de los niños.
Una mujer que, mientras vive, no la
sabemos estimar porque a su lado todos
los dolores se olvidan, pero, después de
muerta, daríamos todo lo que somos y
todo lo que tenemos por recibir de ella
un solo abrazo. De esa mujer no me
exijáis el nombre. Es la madre.
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